HiSilvie

Medio Oriente

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Puede sonar extraño, pero confieso que, aunque viajar me fascina, cada partida me exige un pequeño empujón.

Mientras que las redes sociales están inundadas de contenidos de viaje (como si el sinónimo de éxito y felicidad fuera determinado por la cantidad de aviones que tomamos), yo no les quiero mentir: a mí me cuesta. Solemos compartir el lado glamoroso y pintoresco de los viajes, pero hay un lado B que dista mucho de lo aesthetic: los aeropuertos, las esperas, las conexiones fallidas, la turbulencia, el jet lag, las valijas y un sinfín de pormenores que, todos sumados, dan un exceso de equipaje.

Con el diario del lunes, hoy puedo decir: “qué suerte que recibí un empujoncito para ir a Medio Oriente”. Un viaje rico en aromas, colores y sabores que desconocía. Un mundo completamente ajeno para mí, pero con el que, paradójicamente, comparto el mismo cielo y las estrellas.

Me decidí a viajar con la mente abierta o “en blanco”. Como hace un niño cuando se enfrenta a algo que desconoce: lo mira con asombro, inocencia y no juzga. Nosotros, los adultos, en cambio, solemos marcar todas las diferencias que nos separan de un lugar (o persona) que conocemos por primera vez. Insistir en las diferencias no suma. Al fin y al cabo, todo lo que está fuera de nosotros es, por naturaleza, diferente. Y en esa diversidad reside la belleza. ¿Quién dijo que ser diferente está mal?

Muscat fue mi primer punto de contacto con Medio Oriente. Una ciudad que no busca deslumbrar con estridencias, sino con calma, historia y una belleza natural inquietante. El sol asoma muy temprano y las temperaturas rozan los 40 grados en primavera. Los días son calmos y silenciosos. Descubrí que los lugares muy calurosos suelen ser más callados, como si el calor sofocara las palabras y adormeciera la mente. Yo me llevo muy bien con el silencio, porque tengo bien domado mi infierno interior. Pero si no es el caso, la estadía en la capital omaní puede resultar abrumadora.

Después de una hora y media de vuelo (y varios dátiles de por medio), aterrizamos en Doha, la capital de Qatar. Digo “aterrizamos” porque fui con mi marido, a quien no expongo en redes sociales ni vinculo a mi trabajo, pero como la curiosidad asoma, aprovecho a aclarar que los viajes suelen ser siempre con él. Viajar con él es espectacular, y no lo digo por la connotación romántica de viajar en pareja —de hecho, no somos una pareja que se caracterice por el romanticismo—, lo digo porque con él puedo entregarme y soltar el mando. Me siento tranquila, protegida, y puedo apagar el modo supervivencia con el que a veces convivo. Aun estando a miles de kilómetros de distancia de Buenos Aires, lugar al que llamo hogar, cuando viajo con él no me siento lejos, me siento muy cerca. Y eso es lo más importante para mí.

Creo que no hay persona en el mundo que no sepa dónde está Qatar; la Copa del Mundo puso a este país oriental en el mapa de todos nosotros. Debo reconocer que fui con cero expectativas y volví encantada de haberme permitido visitar una ciudad tan lejana, pero tan llena de vida como yo. Doha me sorprendió y, contrariamente a mis expectativas, me sentí muy cómoda. Una ciudad luminosa, vibrante y ordenada donde los rascacielos se alzan como espejos que reflejan en el desierto.

Pero quiero dejar por escrito —en caso de que algún día pierda la frescura de este recuerdo— los aromas que me acompañaron durante este viaje. Soy una persona muy sensible, y por sensible me refiero a que tengo muy desarrollados sentidos que no son la vista, como por ejemplo el olfato. Muchas veces experimento lugares, viajes o vivencias desde el olfato. Y esta experiencia en Medio Oriente deja huellas olfativas en mí, imposibles de borrar. Aromas intensos, enigmáticos y misteriosos que no le tienen miedo al exceso y van dejando una estela por donde caminan. Aromas prohibidos y sensuales al mismo tiempo, que mezclan dulzura con madera y especias: sándalo, canela, ámbar, cardamomo, incienso, por nombrar algunos. Juro que podría teletransportarme con tan solo evocar mi memoria olfativa.

Qué rico es estar conectada a la vida con los cinco sentidos. Con tan solo oler alguno de sus perfumes, vuelvo ahí. Eso es lo que tiene de hermoso estar realmente presente: todo deja huella.

Silvie

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